Por Alberto Gilsanz y Juan Rueda. El artículo enfatiza que educar en profundidad es esencial para contrarrestar la superficialidad, la inmediatez y la sobrecarga de información presentes en la sociedad actual. Propone que las prácticas educativas deben promover la reflexión, la mirada interior y la comprensión profunda del mundo y de uno mismo, en línea con la tradición ignaciana. Para ello, sugiere incorporar en el aula diversas herramientas como la pausa ignaciana, la revisión de la semana o el diario de aprendizaje, que faciliten una reflexión constante y significativa. Además, destaca la importancia de que todo proceso de aprendizaje esté fundamentado en la reflexión, haciendo que esta sea parte de la identidad pedagógica, y no solo una tarea puntual. La tradición ignaciana apoya que la profundidad no se limita a contenidos académicos, sino que abarca el encuentro personal con uno mismo, con Dios y con los demás, promoviendo un desarrollo integral y auténtico.