La acción, la consecuencia, el producto, la intencionalidad más grande del acto educativo es crear; y no hay nada que describa mejor a la acción educativa: «educar es crear». El que educa es como el partero o la partera de la más auténtica novedad: da posibilidades de vida a lo que se incuba y genera desde el interior más profundo de la persona y de los colectivos; aquello que cada uno en su singularidad, y las colectividades en sus diferencias – con sus tradiciones, sus lenguas, sus religiones – pueden aportar para crear un mundo mejor. No creemos que haya otra contribución humanizadora más importante que esa: al fin y al cabo, fuimos hechos como «co-creadores»; fuimos generados para ser más. Educar es participar en la continua recreación de la obra del Creador. Un hombre realmente humanizado – un ser humano cada día más humano – es la expresión más acabada no solo del deseo de Dios, sino del trabajo que tenemos por hacer todos los que pretendemos actuar educativamente, donde sea y como sea. Necesitamos una acción educativa, tanto institucional como informal, que mantenga clara su prioridad fundamental: la humanización de la persona y de las sociedades, por encima de cualquier tipo de interés corporativo, político, económico o ideológico; que viva abierta a la realidad de la sociedad en que se instala, con sus potencialidades, y con sus desafíos y sus vacíos; una escuela que se ocupe de transformar sociedades, conglomerados, culturas, y que lo haga de la mano con otras personas que también desarrollan acciones socio educativas, tanto o igualmente válidas como las que ella misma (la escuela) realiza, empezando por las gentes más cercanas a los educandos. Por eso, uno de los desafíos fundamentales de cualquier acción o proyecto.